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Así escaparon de la Mara Salvatrucha dos jóvenes soldados

Dos soldados de las Fuerzas Especiales fueron secuestrados y torturados este mes de enero por la Mara Salvatrucha. Todo ocurrió en el fondo de un «chupadero» cercano al parque Centenario. Esta es la historia de cómo lograron escapar. Al final, ellos responden a la pregunta: ¿le ven solución al problema de las pandillas?.

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La escena estaba diseñada para que los dos militares de las Fuerzas Especiales fueran asesinados el pasado martes 13 de enero en el centro de la capital salvadoreña. Los dos estaban ya acostados boca abajo, sin camisa, sin zapatos, con las manos en la nuca. A uno de ellos le habían colocado sobre la espalda una tapadera de cemento, y a ambos los pateaban en la cabeza tres pandilleros de la Mara Salvatrucha en un cuarto vacío, dentro de un negocio cerca del Parque Centenario.

“Nosotros salimos por la noche a eso de las 18 horas, nos dirigimos hacia el centro a cenar. Llegamos, comimos, y a eso de las 8:15 de la noche nos desplazamos a agarrar el bus de regreso al CEAT. Pasamos por el parque Centenario”, dice, con el ojo aún morado por una de las patadas que recibió, el mayor de los dos soldados. Es un hombre de 26 años, que tiene menos de medio año en las Fuerzas Especiales, el grupo élite del ejército salvadoreño. Entró al ejército en 2009, pasó por otras unidades, estuvo un tiempo de baja y volvió para especializarse. El CEAT es el Comando Especial Antiterrorista, que tiene su cuartel en la base militar de Ilopango.

La zona del parque Centenario, los prostíbulos que lo rodean, y los “chupaderos” que están cruzando la Alameda Juan Pablo II, sobre la 10a. Avenida Norte, como internándose ya hacia el centro-centro de San Salvador, son zona de control, zona de extorsión de la Mara Salvatrucha. A un salvadoreño no hay que darle más referencias. A un extranjero quizá habría que decirle que esa pandilla ha sido considerada por autoridades de seguridad de Estados Unidos como la pandilla más violenta del mundo, que tiene a cuatro de sus líderes en la lista negra del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos.

La palabra la retoma el segundo soldado, más joven aun. Es un hombre de piel oscura, de 21 años, que no supera los 1.65 metros de estatura y que es soldado desde 2013.

“Comimos antes de llegar al parque Centenario. ¿Se ubica? Ahí se ponen unas ventas de tortas, pupusas, licuados. Luego cruzamos el Sitramss (sobre la Alameda Juan Pablo II). Pasamos. Está un callejón a mano izquierda, antes de llegar a esos chupaderos. En ese callejón iban los tres individuos. Ya habían caminado unos 20 pasos del callejón para adentro. Cuando pasamos fue que yo volteé a ver. Y ellos me voltearon a ver a mí”.

Al cruzar la Alameda, durante dos cuadras más, la calle se llama 10a. Avenida Norte. Más allá se convierte en sur. Por ahí caminaban. El callejón al que se refiere el soldado no es un callejón, sino la 5a. Calle Oriente, que parece callejón porque una cuadra abajo termina cuando topa con otra calle. El Centro es un laberinto. Y las pandillas se lo reparten por pedacitos. La vigilancia es extrema, porque la vecindad entre una y otra es cuestión de metros. Por ejemplo, si los soldados hubieran caminado zigzagueando unas cuatro cuadras más hacia el Mercado Ex Cuartel, hubieran estado bajo los dominios del Barrio 18. El Centro es un peligroso laberinto.

El soldado más moreno y más joven continúa el relato.

“Más me tardé en decirle a mi compañero: ‘mirá, esos bichos nos vieron sospechosos’, cuando ya iban detrás de nosotros con pistola y cuchillo. ‘Ey, parémonos, que estos ya nos van a hacer algo’, le dije. Cabal: ‘Ey, párense, ¿ustedes de dónde son?’. ‘¿Qué pasó?’, les dije. Yo me puse enfrente, y él detrás. El de la pistola me quedó enfrente, y los otros dos alrededor. Andábamos de civil: andábamos normales, pantalones normales y tenis normales”.

Normal es andar de pantalones no muy flojos, de camisas no muy flojas, de zapatos que no sean Dombas o Nike Cortez o cualquier zapato Nike o Adidas que las pandillas consideren como propio. Normal en este país significa vestirse como un señor gris de más de 40 años.

Continúa el joven soldado.

“Nos pararon, nos preguntaron de dónde éramos: ‘De aquí cerca somos, acabamos de cenar’. Nos dijo: ‘Miren, hijueputas, aquí al que no me siga, al que intente correr, le voy a dejar ir sus plomazos’. ‘Bueno, está bien’, le dije. Salió él primero, y los otros dos detrás de nosotros. Yo iba adelante. Uno de los de atrás llevaba cuchillo”.

Una fila india hacia la muerte. Los hicieron retroceder unos 10 pasos sobre la 10a. Avenida Norte y los metieron a un “chupadero”.

Así recuerda el menor de los soldados la escena en el chupadero.

“Ese chupadero donde nos metieron, ya lo habíamos pasado. Nos devolvieron 10 pasos. Nos metieron hasta el fondo. Yo lo vi extraño, porque (los clientes) no dijeron nada”.

El soldado no recuerda a pocos clientes, sino varias mesas llenas.

“Está el pasillo donde están las mesas, se va al fondo, cruza a la izquierda, en ese pasillo solo, y va a dar a un cuarto desalojado. Nos dijeron que nos quitáramos la camisa. Nos quitamos la camisa. Nos dijeron que nos bajáramos el pantalón. Nos bajamos el pantalón. ‘En esa esquina, quítense los zapatos y pónganse embrocados manos en el cuello’. Nos preguntaron si éramos ranas o juras. A saber cómo, sacaron una tapadera de cemento, y se la pusieron encima de él. Empezaron a golpearlo”.

Un pandillero no menciona lo que odia; así, un miembro de la MS-13 llamará “diecihoyo”, a un miembro del Barrio 18; y este, “mierda seca” a sus enemigos. En el juego de los apodos del odio convergen en algunos acuerdos: entre ellos también se llaman mutuamente “chavala”, que se podría traducir como “miembro de la pandilla rival”. Un policía será un “jura” y un soldado una “rana”. Un jura y una rana cautivos, en la mayoría de los casos podrían traducirse como “hombres muertos”.

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Afuera, los clientes seguían tomando en “el chupadero”. Adentro del cuartito escondido, el guion parecía estar escrito. Dos soldados boca abajo y manos a la nuca eran pateados por tres mareros que sospechaban que sus víctimas eran militares, en un año en el que ya para entonces, 13 de enero, siete policías habían sido asesinados por presuntos pandilleros en lo que iba del año. Ese día en El Salvador se cometieron 14 homicidios, según la Policía.

Ellos recibían golpes boca abajo, y cumplían la orden de no voltear a ver a sus agresores. Cuando el mayor de los dos soldados sintió que le pusieron una tapadera de cemento, de esas para cerrar una cloaca, sobre la espalda, sintió “una gran presión”. Uno de los pandilleros se subió en la tapadera y empezó a asestarle patadas en la cabeza, a los lados. Afuera, en “el chupadero”, la gente seguía departiendo.

“Con esta tapadera les voy a destripar la cabeza”, recuerda el soldado más joven que dijo uno de los pandilleros. En ese momento le atinaron una patada en la parte de atrás de la cabeza. Cuando volvió a ver hacia arriba, su compañero ya había logrado quitarse el cemento y al pandillero de la espalda, y peleaba con dos de ellos. El que tenía pistola había cometido un error: la había guardado en la cintura, y eso le impidió disparar antes de que se armara el barullo en el cuartito del fondo. Cuando el más joven de los soldados reaccionó, su compañero ya corría por “el chupadero”, sin camisa y descalzo hacia la calle, con dos de los pandilleros tras él. La gente seguía tomando en “el chupadero”.

Entonces, el soldado más joven entendió que era mala idea quedarse en el cuartito sin oponer resistencia. Se paró, y se enfrentó con el pandillero que quedó junto a él. Lo venció, o eso dice, o eso cree. No recuerda muy bien por la misma “abatición”. El caso es que un segundo pandillero regresó al cuartito, y el soldado de 21 años, “quién sabe cómo”, se les escapó, aunque uno lo tenía agarrado del torso.

Sudaba mucho, recuerda, y luego solo recuerda que escapó. “A saber de dónde saca fuerzas uno. Hasta me admiré cuando me les escapé a los dos”. Y corrió, llevando encima solo su pantalón, hacia la calle.

En “el chupadero”, recuerda, los clientes seguían “chupando” sin levantarse de las mesas.

El mayor de los soldados corrió hacia la estación del Sitramss, sobre la Alameda. Recordó que ahí había dos soldados permanentemente vigilando. Visto desde otro ángulo, podemos decir que dos soldados de licencia fueron secuestrados a solo dos cuadras de donde dos soldados custodiaban. Visto desde otro ángulo podríamos decir que dos soldados custodian en una zona dominada por la Mara Salvatrucha.

Los dos soldados apoyaron a su colega. Lo siguieron, y en la calle, con una mochila a la espalda, encontraron a uno de los tres pandilleros. Intentó correr, pero uno de los soldados le apuntó y lo detuvo. En la mochila llevaba los zapatos del otro soldado, el moreno de 21 años. Un soldado se quedó con el detenido. El otro soldado y su compañero sin camisa se fueron al “chupadero”. “El chupadero” seguía lleno. Según la versión de los que casi mueren ahí adentro, parecía que ningún cliente se había ido.

Los comensales de ese bar son fieles a sus butacas. Incluso cuando vieron entrar a un hombre descamisado y sangrando junto a un soldado con el fusil listo para rafaguear, hicieron poco por irse.

“La gente igual, normal para ellos. Lo único es que se sorprendieron cuando vieron que iba el soldado conmigo y se pararon algunas de las mujeres y de los que estaban tomando ahí. Pero nadie dijo nada”, recuerda el soldado de 26 años.

El soldado y él entraron hasta el fondo del “chupadero”. En el cuartito no había nadie. Los soldados pensaron que su compañero, el joven de 21 años que había quedado en el cuarto, seguía siendo rehén de la Mara Salvatrucha. Por eso, esa noche, durante una hora más o menos, los medios informaron que más de 100 elementos militares y policiales iban cuadra por cuadra en aquel laberinto buscando a un soldado de las Fuerzas Especiales.

Sin embargo, el moreno de 21 años ya viajaba agazapado en un bus de la ruta 29, hacia Ilopango. Corrió sin camisa, descalzo, corrió unas cinco cuadras hasta la Plaza Zurita, donde vio pasar un bus de la 29. Hizo parada, pero el motorista –obvio- no paró, aceleró. No cualquiera le hace parada a un joven moreno, sangrante y semidesnudo en la noche, en el centro, en El Salvador. El muchacho corrió. Recuerda que consiguió alcanzarlo cerca del Reloj de Flores, a unas 10 cuadras de donde intentó abordarlo por primera vez. Le dijo al motorista: “Dame rai”. “Subite, pero te vas hasta el fondo”, respondió el motorista. El muchacho moreno se fue en un bus hasta la base del CEAT, conocida por el avión decorativo que está en la calle a Ilopango. Se bajó, se presentó ante los guardias y les contó su historia.

Pronto, todos supieron que el segundo soldado ya no estaba en manos de la Mara Salvatrucha.

El único arrestado esa noche de martes 13 fue aquel pandillero que llevaba en su mochila los zapatos del menor de los soldados.

* * *

La tarde en la que nos sentamos con los soldados fue seis días después de que casi murieran en el fondo de un «chupadero» del centro. Los soldados contaron su historia y luego permitieron que les hiciéramos unas preguntas, ya no sobre lo que pasó, sino sobre lo que ellos piensan del problema de las pandillas. Los dos soldados están al lado, sentados en un sofá. Ambos llevan su boina roja de Fuerzas Especiales y su uniforme verde olivo.

Preguntamos: “Suponemos que viven en un lugar donde hay pandilleros cerca”.

Responde el menor de los soldados: “Bueno, ahí donde vivo… En Cojutepeque es un territorio MS”.

Decimos: “Y ahorita Cojute es de lo más feo en homicidios”.

Responde el menor: “En Cojute no se puede andar. Yo solo vengo y me subo al microbús, no me ando quedando, y cuando voy con mi señora a comprar, le digo: ‘yo voy a entrar con vos, porque afuera no me quiero quedar’. Entramos al súper, salimos y directamente para el bus, no nos andamos ni quedando. Lo que es Cojute, hasta Candelaria, solo son MS. Yo vivo en un cantón.

Preguntamos: “¿Ustedes le ven solución al problema de pandillas?”

Responde el menor: “Mmm… no, no. No me explico cómo”.

Preguntamos: “¿No creen que este país se vaya a liberar de las pandillas en 10 años, por ejemplo?”

Responde el mayor: “(Ríe) es que vemos que cada día hay muchas personas… Igual o peor vamos a seguir».

Preguntamos: “¿Qué sienten de tener que convivir con pandilleros en sus lugares de habitación, qué sienten cuando los ven?”

Responde el menor: “Bueno… yo cuando llego por la casa, cuando veo en veces a bichitos así que… ¡juela! Que gran plantilla, como dicen ellos, y yo digo: ‘los agarraría así, pero encapuchado’… quizá les doy una gran talegueada, así como salimos nosotros. Ellos se las desquitan, pues, así como hicieron con nosotros, y lo que nos querían hacer… Puya, digo yo, suerte tienen que aquí no anda ni un soldado (en el cantón)».

Decimos: “O sea que sentís ira o cólera”.

Responde el menor: “Sí”.

Preguntamos al mayor: “¿Te pasa lo mismo?”

Responde el mayor: “Sí, lo único que yo vivo en un cantón… más que todo el cantón está arriba, yo vivo en el caserío, abajo. Ahí hay bastantes muchachos, pero no se ve que pertenezcan a algo de maras. Ahí no.

Preguntamos: “¿Les ha tocado patrullar la calle en misiones de seguridad pública?”

Responde el mayor: “Sí”.

Responde el menor: “Sí…. cuando estuve en Cojute en el Destacamento Militar 5, yo estaba en la fuerza de tarea que trabaja con la Policía; tres soldados y un policía. Ahí en el sector de Cojute fuimos a hacer operativo, pero yo encapuchado».

Preguntamos: “¿Disfrutás eso?”

Responde el menor: “Sí (riendo), a mí sí me da una gran cólera cuando veo un marero en la casa o cuando ando patrullando. Juela, dijo yo, lástima que no está eso… para andarlos matando, digo yo”.

 

 

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